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UPyD: el partido al que me uní

(Fuente: publicado en el diario ABC, el 29 de marzo de 2006)

LA DEMOCRACIA EN LOS PARTIDOS

Carlos Martínez Gorriarán

... El sistema democrático funciona mejor o peor gracias al sistema constitucional de equilibrio de poderes y contrapoderes, y sobre todo por la concurrencia de partidos rivales que compiten entre sí, obligando al otro a moderarse y a tratar de sintonizar con la ciudadanía que le vota...

La democracia de los partidos políticos no es un asunto interno, sino un problema que afecta e interesa al conjunto de la sociedad. La reciente defenestración de Rosa Diez de la Comisión de Libertades Civiles del Parlamento Europeo, perpetrada por la dirección de su partido con modos y argumentos incoherentes con los requisitos democráticos y el sentido común, acaba de actualizar ese problema, pero conviene aclarar que el PSOE no es, de ningún modo, el único partido sorprendido en semejantes tejemanejes autoritarios. Lo cierto es que son la norma, porque las deficiencias democráticas de los partidos no son de derechas ni de izquierdas: tienen poco que ver con la ideología fundadora y mucho con el modelo de organización y gestión del poder.

Los partidos están estructurados de modo que un pequeño aparato de dirección, organizado en círculos concéntricos de poderío de creciente y dependencia creciente del aparato central, gobierne sin oposición sobre un gran número de afiliados y administre, también sin oposición, un número todavía mayor de votos considerados como simples cheques en blanco extendidos a un portador al que no es posible pedirle cuentas hasta las siguientes elecciones. Por eso Popper definió la democracia como ese sistema donde todo se reduce a votar un cambio de gobierno cada cierto tiempo, y sin ninguna garantía de que el nuevo vaya a mejorar la trayectoria del precedente.

La gran paradoja es que el sistema constitucional que los partidos están llamados a legislar y gobernar tiene exigencias democráticas que aquéllos no admiten en su seno.

Las constituciones democráticas instituyen un sistema de contrapesos entre los distintos poderes que tiene la misión de frenar, compensar o corregir la tendencia a concentrar la decisión en un número muy reducido de personas, con el consiguiente incremento del abuso, la arbitrariedad y la corrupción. En realidad, un sistema democrático no es aquel donde la corrupción o los abusos sean imposibles, como piensan los afectados por el síndrome de Peter Pan, sino un sistema que permite perseguir y depurar esas conductas con garantías jurídicas. El mismo sentido tiene la limitación constitucional de competencias gubernamentales, y la preservación de los derechos inalienables —de las personas, no de los colectivos— para limitar la intromisión del legislativo y el poder judicial en las vidas privadas. Pues bien, nada de eso funciona o cuenta en los partidos políticos, donde los aparatos disfrutan de un poderío comparable al casi omnímodo de un concilio medieval: definen la doctrina y la herejía a erradicar, emiten anatemas e indulgencias y proclaman excomuniones irrevocables.

Es cierto que los estatutos de los partidos garantizan muchos derechos a los militantes e imponen numerosas limitaciones a los cargos, pero la inexistencia de competencia interna en forma de oposición reconocida, y la coincidencia de las funciones de juez y parte en los mismos círculos de poder, suelen dejarlas en nada. Todos los esfuerzos se dirigen a reforzar el monolitismo y a excluir a los disidentes, prioridad que a la larga redunda en el empobrecimiento intelectual de los cargos partidarios, cooptados entre la afiliación más sumisa y más ansiosa de disfrutar la carrera política que sólo el partido —el aparato— puede darle. Por eso la disparidad pública se entiende como una muestra dramática de división, nunca de un pluralismo no deseado, y por lo mismo se procura evitar que en los congresos del partido se presenten dos o más candidaturas a los órganos de gobierno. De ocurrir, la minoría derrotada sabe que tiene los días contados. Y es ese leviatán demoledor, irrespetuoso con las minorías, cerrado a la sociedad e impermeable a la argumentación de ideas, quien está llamado a gobernar una sociedad que pretendemos abierta, pluralista y basada en la rivalidad permanente entre ideas, grupos e intereses muy diversos, legítimos o no.

Sin embargo, no existen alternativas democráticas racionales al sistema de partidos políticos. Las opciones asamblearias, comunitaristas o corporativas acaban siendo ferozmente antidemocráticas. ¿Dónde está pues la solución? Quizás en que los partidos estén obligados a imitar el funcionamiento de la democracia, y no al contrario.

El sistema democrático funciona mejor o peor gracias al sistema constitucional de equilibrio de poderes y contrapoderes, y sobre todo por la concurrencia de partidos rivales que compiten entre sí, obligando al otro a moderarse y a tratar de sintonizar con la ciudadanía que le vota. Sin embargo, la degeneración del funcionamiento interno de los partidos también acaba poniendo esto en peligro. El catalán se ha convertido en un caso paradigmático de esta deriva, y ya ha afectado a toda España.

Como es sabido, el 90 por ciento de los diputados del Parlamento catalán, con la solitaria excepción del PP, aprobaron un proyecto de Estatut inconstitucional que la mayoría de la sociedad catalana ni reclamaba ni entendía. Las encuestas más favorables coincidían en que apenas el 55 por ciento de los catalanes apoyaban el nuevo texto, y en que menos del 35 por ciento apoyan la idea de que Cataluña sea una nación. Por tanto, las razones que han movido a los partidos catalanes —y muy especialmente el PSC— a pretender lo contrario con insólita cuasiunanimidad hay que buscarlas en la lucha de los aparatos partidarios por blindar un conjunto de competencias exclusivas que nadie ajeno al establishment pueda disputarles ni revocar en el futuro: su propia carrera política. Naturalmente, este sórdido deseo de monopolio garantizado por ley —cuya muestra más elocuente es la obscena importancia política dada a la explotación del rentable aeropuerto de Barcelona— va convenientemente envuelto en la retórica emocional del nacionalismo más rancio y decimonónico. Pero con el nuevo Estatut, Cataluña no es siquiera una romántica nación cultural, es simplemente una carrera política reservada a los aparatos partidarios.

¿Podrían mejorar este panorama reformas como las listas abiertas, la tutela legal y judicial de la democracia en los partidos, considerada como asunto de interés público y no privado, o un funcionamiento de las instituciones parlamentarias menos sometidas a la disciplina del voto? Es posible, o quizá no. De cualquier manera, ya es hora de tomar conciencia de que algunos de los peores problemas políticos que padecemos —Estatut catalán y normalización vasca, por ejemplo— obedecen, en realidad, a problemas internos que los partidos exportan unilateralmente al conjunto de la sociedad.

CARLOS MARTÍNEZ GORRIARÁN
Profesor de Filosofía. Universidad del País Vasco.
(ABC, 29-03-2006)

Bellas palabras

-Un extracto de la conferencia de Rosa Díez en el Club Siglo XXI, en mayo 2008:

Regenerar la democracia es uno de los objetivos fundamentales del nacimiento de Unión Progreso y Democracia. Creemos que el sistema actual de partidos está caduco, agotado. Los ciudadanos ven a los partidos políticos como una especie de cártel, de club de intereses en el que los dirigentes discuten entre ellos de sus cosas, lejos la mayor parte de las veces de las cosas que afectan al conjunto de los ciudadanos. Ese desafecto entre la ciudadanía y la política es creciente y de no atajarlo, lejos de ser un problema coyuntural, acabará debilitando el propio sistema democrático. Recuerdo que sobre este tema, --la necesidad de democratizar los partidos políticos y de devolver a los ciudadanos el control sobre la política—versó mi primera intervención en este Club allá por febrero del año 2000. Entonces me presentó Fernando Savater, que hoy me acompaña vigilando el buen rumbo de la piragua. Pues bien: en el año 2008 regenerar la democracia sigue siendo una de nuestras asignaturas pendientes. Por eso proponemos una serie de reformas legislativas:

a) regular por ley la limitación de mandatos;
b) elección directa de los cargos unipersonales, empezando por los alcaldes;
c) elección de los candidatos por el sistema de primarias;
d) listas abiertas y no bloqueadas.

Cada una de estas propuestas por sí sola no resuelve los problemas de lejanía y desafecto de los ciudadanos respecto de la política. Y todas ellas requieren de una democratización de los propios partidos políticos. Pero este es un debate que hemos de ser capaces de abordar urgentemente. Porque si los ciudadanos “pasan” de política, la política queda en manos de aquellos que no la necesitan para seguir dirigiendo el mundo; y eso termina afectando la calidad de nuestra democracia. Por eso insisto: hay que cambiar los partidos para cambiar la política; y hay que cambiar la política para cambiar la sociedad. Eso es la regeneración democrática.

(Enlace para leer la conferencia completa: una magnífica conferencia en que se resumen los objetivos y el programa que nos hizo a algunos unirnos a este proyecto)

-Un vídeo (casero, baja calidad de imagen pero se oye todo) de Rosa Díez, en un blog de otro que no entiende lo que está pasando:

Intervención de Rosa Díez, en Oviedo, 2007



El partido que se está configurando

(si el I Congreso no lo remedia)


Marzo de 2009: un acusado viraje

30 de Marzo de 2009

Entrada publicada por Carlos Martínez Gorriarán en su blog:

"Del debate del pasado 28"

(28-03-2009: éste fue el día en que se aprobó el Reglamento para el I Congreso de UPyD, que, entre otras cosas, establece listas completas, cerradas y bloqueadas, para la elección del Consejo de Dirección por los afiliados)

Algunas refutaciones a ciertas falacias que pueden ser muy populares

Falacia de la equiparación Partido-Estado: El partido debería “aplicar internamente” los criterios de “democracia y pluralidad” del programa electoral. No es así: el programa del partido está concebido para reformar las instituciones básicas del Estado, comenzando por la Constitución, no para “reformarse” a sí mismo. Un partido democrático no es un Estado en miniatura, sino una entidad completamente diferente : una asociación de finalidad política, a la vez pública y privada, formada por personas que comparten un ideario y un programa, por lo que el gobierno del Estado democrático no sirve como modelo para el gobierno de un partido.

Falacia de la confusión partido-sociedad e incomprensión de la transversalidad: “Como no puede ser de otra manera, las mismas propuestas que consideramos válidas para ofrecerlas a la sociedad en nuestro programa electoral han de guiar nuestra práctica democrática interna”. Sí puede ser de otra manera, y además debe serlo: por poner un ejemplo sencillo, el partido no tiene por qué adoptar el sistema electoral que proponemos para las elecciones generales en sus elecciones internas, ni tiene que replicar todas y cada una de las instituciones del Estado con sus réplicas partidarias (desde la policía a la Seguridad Social). Un partido propone una política para toda la sociedad en su conjunto, no para esa sección especial y limitada que es uno de los partidos políticos que existen en su seno. La argumentación sobre la “confluencia de voluntades fruto de la transversalidad y de la carencia de dogmas” es puro parloteo. La transversalidad no es “carencia de dogmas”, sino reconocimiento de que somos un partido con personas con ideas distintas en ciertas materias, no con ideas indiferentes, intercambiables o inexistentes. La “sana pluralidad”, como la “gestión de la diversidad”, no son ilimitadas ni infinitamente elásticas, sino limitadas a quienes comparten el proyecto político que da sentido al partido, nunca al revés. No tiene ningún sentido fundar un partido sólo para experimentar los goces de la pluralidad y la diversidad.

Una estructura asamblearia por territorios y sin dirección política ... porque no hay proyecto político común: la estructura orgánica que propone la enmienda a la totalidad dibuja un partido con:

a) - una estructura basada en la prioridad de los representantes de territorios sobre la de afiliados: pasamos a ser una suma de partidos autonómicos. La conversión del Portavoz en Coordinador General es coherente con esa idea de la coordinadora de coordinadoras territoriales.

b) – un partido sin equipo de dirección de un proyecto coherente: la idea de elegir la dirección por listas abiertas elimina la posibilidad de votar a equipos, obliga a los aspirantes a formar parte de la dirección a volcarse en campañas internas para ser votados por afiliados en todas las CCAA, y produce una dirección por cuotas de territorios o familias políticas semejante a las que tienen los partidos y sindicatos tradicionales.

c) – pérdida de poder de los afiliados: en la enmienda se les priva de la posibilidad de elegir a la dirección, instaurándose el sistema de intermediarios de los partidos tradicionales. Con delegados al Congreso elegidos en las CCAA con su cuota proporcional, investidos de la cualidad de únicos electores del partido, el resultado es, pese a toda la verborrea sobre más democracia interna y nuevo partido, idéntico al modelo del PSOE o el PP.

d) – La elección universal del Coordinador General convierte a éste en una figura sin posibilidad de elegir su equipo de dirección, y condenado al ejercicio de un papel arbitral y moderador entre los grupos del CD y del CP que abona la reproducción automática del chalaneo y el pacto entre grupos de presión como sistema de gobierno del partido.

La falacia de las personas “más conocidas” como las más idóneas: la afirmación “preferimos las candidaturas personales mejor que las listas, que siempre se prestan a favorecer un esquema de funcionamiento basado en los grupos, corrientes y en el favor del aparato”, puede tacharse de típicamente populista. En primer lugar, la conformación de equipos, que siempre son grupos, permite promover a personas no muy conocidas por los afiliados, pero idóneas por su capacidad, experiencia y conocimientos especializados. Un grupo seleccionado única o básicamente por el criterio de “conocimiento” público, premia a quienes se dedican a ser conocidos y penaliza a quienes se dedican a una labor más discreta o compleja, y alejada de los focos.

La falacia final de que la novedad del partido sea una consecuencia del estilo de liderazgo que integre “las aportaciones libres y plurales, donde cada persona elegida lo sea por méritos propios y no por estar incluida en una lista”. Por el contrario, el liderazgo lo es en la medida en que encarna un proyecto político nítido y creíble. Lo que excluye muchas posibles aportaciones “libres y plurales” si son incompatibles con ese proyecto político. Por ejemplo, “aportaciones” para que UPyD apoye el socialismo autogestionario, el derecho de autodeterminación para las CCAA o la alianza de civilizaciones. Sin duda, aportaciones tan libres y plurales como ajenas a nuestro proyecto político.

(Del blog de Carlos Martínez Gorriarán)

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